ENRIQUE FERRER CORREDOR - El público en escena



El público en escena
ISBN 958-97620-2-6
Colección Los Conjurados
comunpresencia@yahoo.com
Obra pictórica: Germán Londoño

Colombo-venezolano nacido en 1963, con gran trayectoria académica, divide su tiempo entre la literatura, la economía, la ciencia política y su afición al fútbol rojo. Realizó una maestría en Lingüística y Literatura y adelanta un doctorado en España. Es profesor de las universidades: Pedagógica Nacional, Externado de Colombia y la Escuela Colombiana de Ingeniería. Imparte la cátedra de poesía hispanoamericana en el Instituto Caro y Cuervo. Con «La otra muerte de Salazar» obtuvo el segundo puesto en el concurso de Cuento Ciudad de Florencia. Viajero incansable y colaborador de diversas publicaciones nacionales e internacionales, entre las cuales destacamos El Sueño de Samsa y Común Presencia. Fundador y director de Papeles... Perteneció a los talleres de escritores de la Universidad Central en Colombia y Zaranda en Venezuela. Ceniza de luna, su primer poemario, fue publicado en 1994 y tuvo dos ediciones más en 1998. Su libro de cuentos El público en escena (Colección Los Conjurados, 2005) es testimonio de su incansable rigurosidad.


Juego amigo
Vuestra realidad me confunde
Miguel de Cervantes
, Don Quijote
Recuerdo las casas del barrio de mi infancia atravesadas en la parte trasera de los amplios solares por una quebrada; recuerdo las paredes sin empañetar, las tuberías aéreas siempre reformadas, los escombros acumulados tras interminables arreglos de albañilería; también se hacían interminables las adiciones de cuartos cuando la familia crecía. Muchas cosas he olvidado y otras permanecen como una fotografía, detenidas en su presente. Dos me persiguen en mis noches de pesadilla, las ratas rondando la quebrada y un hueco en una pared de nadie. Las ratas eran de gran tamaño, un gato pequeño podría temerles incluso, arrastraban las trampas de metal con borde de sierra, trepaban sus bultos por las paredes y desaparecían entre los tubos rotos, entre los quiebres de las paredes y la maleza. Al muro le habíamos hecho un boquete, era un hueco sólo hacia fuera, pues lo cerrábamos cuando queríamos con una caneca repleta de ladrillos y bloques partidos; desde allí mirábamos en ocasiones hacia un barranco, nos interesaba la vista pues la pendiente casi perpendicular dejaba inútil el terreno para nuestros juegos de adolescentes. Entre los solares y la quebrada había muros improvisados, tejas amontonadas entre mallas de angeo con trozos de madera a manera de cuñas. Cada familia tenía reglas de uso de los solares y del área común de la quebrada, nuestro espacio de juego cada tarde terminaba en el solar, algunos ya con la mirada de los adultos, ya por descuido, traspasábamos esta frontera y llegábamos hasta la quebrada; ésta atravesaba la ciudad canalizada hasta aquí, pestilente entre las casas allá, como en nuestra cuadra.
Habíamos implementado un sistema de comunicación entre los solares, con las cuerdas de la ropa, con los cables recientes de la televisión, con otros cables y alambres; eran cuerdas puestas con gran paciencia para enviarnos mensajes en papeles, para jugar en la distancia juegos de adivinanza, incluso cambiábamos objetos livianos en este correo de la quebrada. Servía para evadir castigos, el encierro obligado e incluso el miedo al caño y a los roedores. Contábamos historias, hicimos nuestras primeras novias a través de la correspondencia entre casas altas y bajas, de un lado a otro del vecindario. Aprendimos a explorar la zona encerrada por la cloaca fluvial, el espacio estaba aislado para los extraños pues la manzana gigantesca e irregular estaba cerrada por nuestras casas, en un extremo había un muro y en el otro la quebrada venía ya sumergida. Para evitar la incursión de intrusos en el único extremo posible se había levantado el muro, del otro lado el vacío y la caída del agua nos protegían. Allí abrimos un agujero muy pequeño, sólo cabía con dificultad un muchacho de nuestra edad, luego lo tapamos con la caneca y la llenamos de materiales de construcción desechados, llena era imposible moverla.
Alguien pensó en la pequeña cascada cuando ya la quebrada abandonaba la cuadra, era una caída de tres metros, quizá cinco; a nosotros nos parecía un precipicio, nuestro mundo terminaba muy pronto en los solares cercados y la escuela a tres calles. Yo insistí en hacer barcos y dejarlos caer para tomar fotos, nos divertimos toda la tarde hasta la idea de tomarlos al caer por la cascada y dejarlos perder en el curso del río. Teníamos que desocupar la caneca y luego desplazarla entre varios, el espacio en la pared apenas si permitía sacar la cabeza al vacío, los más osados caminaban por el borde del canal aferrados a los ladrillos. Al otro lado el canal con su agua hedionda se abría el doble de su ancho, la caída era de al menos cinco metros, era casi imposible el acceso del otro lado hacia nuestro territorio. La quebrada salía por debajo de un planchón de concreto y continuaba encausada en un trecho breve y luego seguía abierta entre la maleza hasta perderse en el horizonte casi despoblado de la ciudad y encerrado entre árboles a su acecho. La corriente se hacía más rápida y el volumen del río nos recordaba nuestros viajes al llano. Así, poníamos los barcos a veces de papel, a veces hechos con tablas de las cajas de frutas y templábamos sus velas con franelas viejas, incluso llegamos a arrojar barcos de plástico muy caros a nuestro afecto, los de pilas eran un privilegio de días de fiesta.
Aquella tarde nuestros regalos de Navidad habían ganado en edad, de los carros de bomberos pasamos a objetos más sofisticados, yo tuve mi primera cámara fotográfica a los once años, habíamos tomado algunos retratos toda la tarde de lado a lado de la quebrada y queríamos tomar el atardecer y aún más, echamos un barco al agua y corrimos hasta el hueco para verlo caer y tomarle fotos con la noche ya encima, la luz iba doblando la tarde y necesitamos de la ayuda del flash, nos sentíamos todos unos expertos. Entonces al asomarme por el muro, me encontré una imagen aterradora y tatuada hasta hoy en mi memoria: Detrás de unos débiles matorrales había un camión negro con carpa roja, algunos hombres con camuflado y botas agredían a empellones a tres siluetas al parecer hombres, los hacían correr y jugaban a dispararles a los pies, el ruido de los disparos completaba la escena en medio de las primeras sombras. Sus manos siempre juntas me confundieron entre un pedido de clemencia y su condición de prisioneros. Cansados del simulacro, sus captores los golpearon y los tiraron de los cabellos. La noche nos sorprendió turnando nuestras cabezas mientras perdíamos uno de nuestros barcos en el horizonte, justo en el camino de las sombras de nuestros amorfos visitantes; tomamos las tres últimas fotos con el sol ya casi marchito y con el flash nuestra inocencia adolescente registró lo ignorado, nos encontramos con la historia no oficial despertada con nuestra despedida de la niñez. Sentí una sensación extraña cuando escuché el rollo rebobinándose, ese hecho me distrajo, lo saqué y lo puse en el bolsillo delantero de mis pantalones.
Y en un instante los cuerpos de los hombres ya con el vestuario evidente de nuestros soldados de juguete, treparon los bordes del canal hasta la altura de nuestra ventana de juegos, no acabamos de entender hasta cuando los tuvimos muy próximos al muro, ingenuos cubrimos el orificio indiscreto con la caneca y pusimos rápidamente el material de desechos dentro, luego corrimos por la ladera pestilente, unos pasaron los puentes de tablas hacia sus solares, otros más avezados, tal vez más ignorantes, nos fuimos retirando mientras descubríamos la situación. Y pronto nos sorprendió la imagen de un soldado trepado ya en el muro y a punto de caer sobre el interior de la zona cercada del vecindario, otros soldados erigieron desafiantes sus cabezas en el borde del muro y yo descubrí tardíamente mi marca, la cámara colgaba de mi cuello y el soldado no dudó en cortar mi entrada al solar de mi casa, yo alcancé el puente de tablas y lo esquivé hacia la otra orilla saltando entre matorrales y cercas conocidas, intuí en mi huida la causa de la invasión armada a nuestro territorio de juegos, entonces saqué el rollo de mi bolsillo y ya perdido aunque oculto en una casilla para el gas del vecindario, con el soldado a punto de descubrirme, saqué mi cantimplora con jugo de zanahoria y naranja para la tarde, vacié su contenido e introduje el rollo, puse la tapa y la arrojé a un chorro lateral que nutría el caño principal. Me senté a respirar el cansancio para disfrazar el miedo. El soldado había trazado la ruta de mi escondite, estaba agitado y furioso, me increpó, tomó mi cámara. Buscó con angustia dentro de la cámara y no separaba la vista de la distancia al muro y los alrededores ya poblados de ojos y de silbidos, no cesaba en indagar las verjas de los solares y entonces me preguntó por el rollo, mentí con la seguridad de no haber abandonado aún la niñez: no teníamos rollo, dije con seguridad desafiante. Amenazó con llevarse la cámara, rezongué y me aferré al cordel, exploté entre el llanto y la risa: sólo jugábamos con el flash automático, no tenemos dinero para gaseosa menos para rollos. Y empecé a gritar y las cuerdas empezaron a atravesar de lado a lado de las casas con canastas, papeles, campanas; también se oyeron pitos, las primeras madres asomaron sus cabezas, los perros no dejaban de ladrar, fue un ataque de artillería contundente.
Hoy tengo mi propia cámara digital con memoria y también una manera distinta de revelar mi pasado; el recuerdo ha dejado de ser una imagen soleada de la quebrada de la infancia en medio de juegos infantiles y la burla a unos soldados a quienes vencimos con nuestros laberintos; aquel día terminó como un juego inédito, ignoraba en aquellos años cuánto marcaría este hecho mi vida. Sólo recordamos en la distancia, mis horas diarias no se desprenden del recuerdo de los soldados trepando el muro, de la presión de sus dedos sobre mi antebrazo, de sus ojos indagando los míos y guiando sus manos entre mis bolsillos; el miedo estaba en otro lado, sólo pensábamos en nuestros padres y en las represalias, nuestra culpa era doméstica y los soldados apenas una variante de algún juego, una escena ya vivida en las películas de los sábados. Nos afanaba la denuncia en la casa, ante la autoridad de los padres cuyo rango se equiparaba a los soldados, éramos unos niños y estábamos protegidos por el sistema de comunicación de los cables, por los perros del vecindario, por tantas ventanas abiertas al río y por la inocencia. La verdadera toma de nuestro territorio ocurrió con la distancia, al recorrer aquella tarde y tratar de revelar las fotos en la memoria, ignoraba la esencia de los hechos y la permanencia de su registro en la cantimplora; aunque en mi conciencia la imagen va haciéndose más clara con los años, surge desde el presente anclada en el pasado. Pudo ser un hecho aislado de escarmiento, había mucho malandro en el barrio, pero se quedó en mi álbum infantil como un alfabeto.
El soldado tuvo que soltar mi cámara y apenas si le alcanzó el tiempo para trepar el muro, toda su retaguardia también se retiró del campo de batalla, todos vimos bajar la cantimplora por el río y perderse por debajo del planchón, alguien encontrará un día las fotos de esta historia. Ignoro hoy aquel impulso de esconder el rollo del soldado, eran mis fotos e intuí su culpa, la niñez nos previene de estar rindiendo cuentas. No he podido separarme de la imagen infantil trastocada con mis años de adulto, no se borran esos hombres amarrados tras los arbustos, los muertos en el basurero cesaron por un tiempo. Pronto la ciudad devoró el paisaje detrás del muro, hoy los arbustos quedan más al sur y los muertos bajan por el río grande.


Derechos reservados
© Enrique Ferrer Corredor

Escritores colombianos